Por muchos años, el vado y fuerte fue el camino principal a la frontera, que luego continuaba por los cerros de Patagual hacia Colcura. La ruta costera era pantanosa y peligrosa. Así, Catiray, o el “valle de las flores cortadas”, en mapudungun, tuvo una cierta centralidad en los tiempos indianos. En el fuerte, los jesuitas establecieron una casa misional y su iglesia, en 1643. A pesar de diversas sublevaciones y sitios de gran violencia, el caserío fue creciendo. Fue atacado en 1723 y finalmente abandonado y quemado. Fue refundada Santa Juana dos años más tarde. En 1739, junto al Biobío y a una laguna que todavía subsiste, se levantó un poderoso fuerte, dotado de fosos y de una buena guarnición.
Con el crecimiento de la población, obtiene el título honorífico de villa, en 1765, en tiempos del gobernador general don Antonio de Guill y Gonzaga. Tenía entonces 399 personas “de sacramento” y 155 párvulos. En razón de lo anterior, se creó la parroquia de Santa Juana, en 1767. El presbítero don José de Quintana fue designado primer cura y se trasladó inmediatamente a Santa Juana, llevando todos sus haberes, es decir, veinticuatro ovejas y seis vacas.
En la llamada Guerra a Muerte, que siguió a la independencia, la villa cayó, en 1821, en manos de las montoneras, y fue quemada casi totalmente. Cuando apenas se reponía, el terremoto del 20 de febrero de 1835 la arruinó nuevamente, reconstruyéndose un poco al oriente de la primitiva ubicación, frente ahora al puerto o desembarcadero natural del río Biobío y a la estación ferroviaria de Talcamávida.
En este siglo que comienza, Santa Juana enfrenta nuevos desafíos: mejorar su conectividad, dar calidad de vida a su gente y, sobre todo, rencontrarse con su rico pasado. El actual proyecto de recuperar el fuerte, en que la ciudad se encuentra empeñada, es una feliz iniciativa que apunta en la senda correcta.
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